La discoteca -antiguo teatro y antes taberna- estaba concebida como una corrala. La barra principal y el escenario eran el patio sobre el que se cernían las terrazas, que no seguían una verticalidad recta, sino que se volcaban sobre ese espacio como si el tiempo hubiera combado los pilares de madera que las sostenían. A este efecto de fragilidad había que añadir que los suelos de los pisos superiores transmitía la sensación de ceder un poco a cada paso, así que decidí quedarme en la planta baja, más moderna. Pedí un whisky de savia, ahumado, y me coloqué con la espalda apoyada en la barra para ver el espectáculo y la clientela.
Ya a mitad de la copa, el público joven fue cediendo su espacio a la élite económica, que llegaron luciendo suntuosos abrigos de piel y pedrería con hologramas. Una horterada acorde con el gesto que traían la mayoría: barbilla alta y carrillos mordidos en una suerte de “vengo a ser muy malo”. Aunque estos sí rondaban mi generación, la audiencia no había mejorado en absoluto.
Decepcionado, pedí una segunda copa, más por inercia que por dar otra oportunidad al viejo y sobrevaloradísimo local.
Reconozco que bostecé alguna que otra vez en lo que intentaba entender qué narices pretendía transmitir el piromante que estaba a cargo del espectáculo -una repetición de lluvia de ascuas haciendo espirales entre arcos de fuego blanco y pulido- y lo mismo debían preguntarse los músicos encargados de dar un contexto más convencional a la obra, a la representación, a lo que fuera aquella demostración de pretenciosidad que solo podía atrapar la admiración de quienes confunden la belleza con las cosas que brillan. Visto así, semejante bochorno de magia malgastada en artes escénicas bien podía ser del gusto de la nueva remesa de clientes, de no ser porque estos andaban más pendientes de la caza y de sus propias exhibiciones.
No había terminado la segunda copa cuando cambió el cuento. No lo que había en el escenario, sino lo que iba entrando con cuenta gotas por la puerta principal: clientes que venían solos o por parejas, amables cuando cruzaban una mirada (aunque eran ellos el objeto de la mayoría) de edades dispares (porque no hay un tiempo para cada cosa) e indumentaria con algún toque excéntrico, desigual pero sin que estos rasgos pretendieran marcar una posición social o afinidad por una tribu concreta.