Ni siquiera el vaivén de la nieve sobre Sadayia es comparable, en la escala de las canciones de cuna, al traqueteo de un tren. Me quedé sopa nada más apoyar la frente contra la ventana.
Una hora después, resumida en las copas blancas del Bosque Feligrés entrando y saliendo por las grietas del sueño, llegué a la humilde estación de Casaluna. Una estación de pueblo, con más granito que cristal, con bombillas en lugar de leds. Fuera de esta, la primera impresión fue que sus habitantes habían puesto empeño en que el tiempo pasara de largo y, puesto que la mayoría de ellos superaban los tres siglos de edad (nadie tenía que explicarles a qué se parecía el pasado) habían logrado un excelente trabajo de conservación. Calles adoquinada, casas de abedul silvano con ventanas de cristal grueso, irregular y de colores fríos; hogueras en lugar de farolas, ni un solo coche (estaban prohibidos) y fuentes en cuyos pilones, de piedra oscura, había grabados con runas de las Hojas de la Memoria y los Coros del Espejo. O eso me pareció distinguir, ya he mencionado que no soy ningún experto. Por lo general, de la magia lo único que me ha interesado es lo único que me ha interesado también de las religiones: su estética, sus aplicaciones artísticas.
De hacer turismo no, pero sí tuve tiempo para comer bien. Por supuesto, no había un solo mesón en el que sirvieran carne pero lo último que me apetecía era cualquier cosa que me recordara a un cochinillo. Un caldo de frutas del bosque, muy caliente y con aromas a nogal, más una pasta de tallos con espuma de almendras y queso de arroz me sentó de maravilla. Lo habría acompañado de alcohol pero quería estar del todo sereno frente a la sacerdotisa (no es que necesitara estar ebrio para meter la pata, por otra parte) y el agua de limón que preparaban en el local, al que añadían gas y cafeína, estaba también rica.