Me agaché para recogerlos y oí que ella se acercaba. Antes de apartar mis ojos del suelo, tenía el muslo de la Primera Oradora tocando mi frente. Tenía también una erección considerable y un zapato en cada mano. Busqué su olor repasando mi nariz por sus medias al tiempo que inspiraba con fuerza. Me costó contenerme, me costó no morder. Luego cayó la falda sobre mi cabeza y al apartarla y mirar arriba admiré -las medias llegaban solo hasta la mitad del muslo- unas bragas negras con encaje e hileras de perlas pequeñas que seguían la línea de las ingles. Miraá se desabrochó la camisa, vino un vientre plano con muchos lunares, y los pechos firmes, pequeños, desnudos. Me deshice de los zapatos, acaricié el muslo desnudo con las uñas y cuando reaccionó su piel erizándose comencé a besarla, usando los dientes en lugar de los labios, pero con delicadeza.
⸻No te tomes tanto tiempo ⸻me pidió con voz entrecortada y colocando una mano en mi cabeza.
Metí el índice y el anular bajo las bragas. La idea era bajárselas inmediatamente, pero tuve que hacer una pausa, tomarme un momento para chuparme los dedos. Ella también quiso probarse y, sin flexionar las rodillas, inclinó la parte superior de su cuerpo para acercar su boca a la mía. No nos besamos, aunque coincidieron nuestras lenguas mientras relamíamos el jugo y la saliva de los dedos.
⸻¿Necesitas las manos para quitarme las bragas?
No. Primero con la lengua (por fetichismo, por regodearme en la marca que deja la tela sobre la piel) y luego con los dientes. Cuando estaban las bragas a la altura de la rodilla, me tiró con fuerza del pelo hacia arriba y apretó su coño afeitado contra mi cara. Levantó una pierna y apoyó el pie en mi hombro. Ya no solo era caoba, tenía el aroma del incienso y de la arena húmeda de la playa. Tenía también mucha fuerza: no era mi intención, pero de haber querido sacar mi nariz de entre los pliegues de sus labios, no estoy seguro de haber podido. Tenía ganas de mordisquear y bañar su piel con saliva, pero la Primera Oradora había decidido prescindir de mi autonomía. Mi cara solo era un bulto contra el que restregarse, y a lo bestia. En cuanto sus músculos se relajaban, yo aprovechaba medio segundo para coger una bocanada de aire antes de que volviera a apretarme contra su carne. Arriba, Miraá gemía con ansiedad, con prisa, diría que con rabia. Al cabo de unos minutos, dejaron de temblar sus caderas y se puso de cuclillas para mirarme a los ojos. Sorbió con delicadeza la parte de ella que aún impregnaba mi cara y luego me besó en los labios. Nos besamos, nos abrazamos. Tumbada en el suelo, se estiró con los brazos en alto, me rodeó con las piernas para que me inclinara sobre su vientre y busqué gotas de sudor entre los lunares...