Estaba, en fin, un poco ausente cuando fue la propia Ashia quien me bajó el pantalón y los calzoncillos con una sola mano, antes de cerrarla en torno a mi miembro y tirar de él para que terminara de acercarme a su rostro, tan bello como sudado. Mi polla no tenía punto de comparación con la del enano, pero no por ello mi erección era menos digna: elegante, dura y con una vena que le daba un toque, a decir de mis amantes, de “estimulante irregularidad”. Soltó la polla para tomar mi mano y dirigirla ahora a su cabeza. Introduje mis dedos entre sus húmedos cabellos mientras mi polla rozaba sus labios. Y ya sentía su aliento en mi prepucio (un prepucio, como pueden imaginar, brillante por el líquido preseminal) cuando Ashia dio un grito terrible y echó la cabeza hacia atrás.
Por primera vez desde que entré en el salón, cedió uno de sus brazos y golpeó con el codo el suelo. Y cerró con furia los párpados mientras se le escapaba una lágrima. Las enormes manos del enano se apretaban alrededor de su cintura como si fueran capaces (de hecho, lo eran) de partir su cuerpo en dos. Acababa de metérsela de un golpe y si la sujetaba con tal fuerza era para que Ashia no saliera proyectada hacia delante.
⸻¡Eh! ⸻levanté la mano y la voz. Perdí la erección en lo que me disponía a rodear al hada para pedir al enano que metiera la polla en una estufa y decir al público que se largaran a su puñetera casa. Al menos, esa era la idea. Y no me detuvo el hecho de hallarme en inferioridad numérica (probablemente, también en inferioridad intelectual) sino la propia hada cuando gritó:
⸻¡Dame con más fuerza, enano desgraciado!
Y el enano desgraciado le puso empeño. Más empeño.
Ashia recuperó su postura (las dos manos apoyadas en el suelo) y sus gritos, embestida tras embestida, empezaron a parecerse más a gemidos. Así que, con depravada puntualidad, volvió mi erección y esta vez no esperé a que el hada agarrara mi polla. Se la metí en la boca. Con cuidado, pero no por contención, sino porque necesitaba apuntar bien: la cabeza de Ashia se movía tanto que me costó dos intentos meterla en el orificio adecuado. El primero fue un toque en la mejilla que le sacó media sonrisa y casi un comentario: algo me habría dicho de no tener su voz atada a los jadeos y las muecas, oscilando estas entre el éxtasis y el dolor. Me doblé hacia ella de placer cuando sus labios se pegaron a la base de mi miembro mientras su lengua lo apretaba contra el interior de sus carrillos.